Víctor Chininín Buele
Este domingo se celebra el momento más importante de la historia de la humanidad: la resurrección de Jesús.
Es el tiempo en el que veo mis redes sociales llenas de publicaciones, bien intencionadas debo afirmar, de mis amigos invitando a las personas a sus iglesias el día domingo. La intención suele ser que queremos abrir las puertas de nuestras iglesias a toda persona para que venga a escuchar el evangelio en el día más importante para el cristiano: la celebración del evento que transformó no solo la historia sino nuestras vidas, nuevamente, la resurrección. Verdaderamente es cierto lo que Pablo escribe a los corintios: “Y si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es falsa; todavía están en sus pecados. Entonces también los que han dormido en Cristo están perdidos. Si hemos esperado en Cristo para esta vida solamente, somos, de todos los hombres, los más dignos de lástima” (1 Cor 15:17-19).
También hay quienes en sus invitaciones no resaltan el tema de la resurrección pero enfatizan la experiencia de la visita a la iglesia: huevitos de Pascua y caramelos (en los Estados Unidos), la música, un mensaje inspirador y motivacional, comidas, invitados especiales que vienen a predicar o a enseñar.
Quizá alguien haya notado que yo no suelo invitar a las personas a la reunión de la iglesia del domingo de resurrección y pensé que era una buena idea dar una pequeña explicación de lo que pasa en mi mente y corazón.
Primero, la iglesia es un cuerpo formado por todos los creyentes regenerados por el Espíritu que se reúne para adorar a Dios los domingos (y otros días también). En el contexto de la iglesia de habla hispana escucho mucho la palabra “templo” y no me gusta invitar a nadie al “templo” porque el templo como se lo ve en el Antiguo Testamento ya no existe ni tiene importancia. Es claro que el cuerpo de la iglesia se reunirá el día domingo de resurrección a celebrar a Cristo. Y podría invitarte a la reunión de mi congregación este domingo, pero no quiero invitarte usando palabras que describen un lugar que lo llamamos por un nombre que hasta tergiversa el mensaje de la resurrección. Porque Cristo vive, ya no hay un templo. Al contrario, todo creyente en quien mora el Espíritu es templo del Espíritu Santo.
Segundo, yo creo que hemos invertido el orden. Pensamos que la meta es traer a alguien a la iglesia y no a Cristo. Incluso a veces sentimos que alguien más le va a predicar ahí. Pensamos que el pastor le va a predicar el evangelio y que mi tarea es llevarlo a la iglesia. Y mucho mejor en el domingo de resurrección porque ese día obviamente van a predicar el evangelio. Estoy convencido que alguien debe venir a la iglesia por convicción. Pienso que debemos presentarle el evangelio y confrontarlo con la necesidad del arrepentimiento de su pecado. Uno de los frutos de ese arrepentimiento va a ser el quererse reunir con sus hermanos y hermanas en Cristo a adorar a su Padre a quien ha sido reconciliado por la fe. Si alguien no quiere a Cristo, venir a la iglesia hasta le puede llevar a tener una falsa paz: porque estoy haciendo algo “bueno”, estoy bien. Y si fallamos en predicar el evangelio siempre, le vamos a dar espacio para que pueda establecerse en la congregación sin ni siquiera creer.
Tercero, ¿a qué estamos ganando a la persona? Recientemente alguien a quien estimo mucho en Cristo, informaba en las redes sociales que se había traído huevitos con caramelos para los niños en helicóptero. Pues, no dudo que sea una estrategia altamente llamativa y novedosa. No dudo que sea memorable. Pero ¿qué Cristo fue predicado? No podemos ignorar las lecciones de Neil Postman–el medio que usamos para comunicar puede volverse el mensaje y va a transformar el mensaje. ¿Qué le digo a una madre en crisis cuando su hijo le dice que hay un Cristo que manda caramelos del cielo y no tienen para comer esa noche en casa? El mensaje de la resurrección es el único mensaje que puede traer esperanza a ese hogar, pero si lo tergiversamos quitamos la esperanza verdadera. Y cuando damos falsa esperanza, damos un Cristo falso que va a decepcionar.
Jesús no es un bien comercial que podemos vender.
Jesús no es la poción mágica que va a quitar todos los problemas de alguien.
Jesús no es un espectáculo en el que los mediadores del mensaje en el escenario van a convertir a nadie.
Jesús no es un evento social, una costumbre o una tradición.
Jesús no es el cajero automático que dispensa nuestros sueños.
Jesús es el Salvador del mundo. Él nos llama a morir a nosotros mismos y a dejar atrás todo aquello que nos da confianza y falsa esperanza.
Jesús nos salva y nos da el privilegio de compartir Sus sufrimientos y a consolar a quienes estén sufriendo con el consuelo que solo nos puede venir del Dios de toda consolación.
Jesús es nuestro Señor y si lo es de verdad, no podremos callarnos de compartir Su evangelio con toda criatura. Nos veremos como los heraldos de tales grandes noticias. No haremos un outsourcing de ese privilegio.
Jesús es la verdad, el camino y la vida.
Jesús resucitado es nuestra esperanza.
Romanos 8:23 Y no solo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo.